martes, 11 de julio de 2017

De como Estados Unidos justificó su expansión hacia Hawái, Filipinas y Asia

La misión "liberadora y educadora" de los Estados Unidos hacia los pueblos oprimidos e ignorantes

A finales del siglo XIX las ideologías racistas estaban muy extendidas y gozaban de considerable apoyo, especialmente por parte de los dirigentes en el poder. Los Estados Unidos tenían por cierto que su cultura anglosajona era superior a otras culturas y, por tanto, se creían no solo con derecho a expandirse por el mundo sino a llevar a cabo una misión civilizadora.
El Pacífico y Asia era una zona muy deseada por el sector comercial norteamericano para extender su influencia y control, y así poder disponer de su mercado. 
En EE.UU. había una crisis hacia finales del XIX, el empresariado se encontraba con que la producción, que se había incrementado de forma espectacular con  los nuevos avances tecnológicos, superaba ampliamente a la demanda interna, no pudiendo hacer negocio de esta capacidad (Kelley, 1975). Era necesario para ellos abrir nuevos mercados, pero para propiciarlo no se recurrió a la libre competencia económica, con intercambio de bienes y productos con otros países, sino que se usó al ejército para conseguir estos deseos comerciales. El mundo de los negocios vio en la vía violenta un modo rápido y práctico de conseguir grandes beneficios. Se quitaban de en medio a los posibles rivales, se doblegaba a los países y poblaciones reticentes y se hacía pagar los costos de la maquinaria de guerra al conjunto de la población. La guerra se convirtió en un gran negocio que desde entonces no ha dejado de funcionar.
Las islas de Hawái, dada su situación geográfica en el Pacífico y a sus propios recursos, fueron consideradas como un lugar clave para tener bajo dominio. Y así,  para evitar también que los británicos supuestamente estableciesen allí un protectorado, invadieron el lugar y establecieron el gobernante más adecuado a sus intereses, imponiéndole una constitución y vaciándole de poder para que no hubiese oposición a sus órdenes. Las elecciones que se forzaron y celebraron en las islas eran claramente racistas y discriminatorias, al no poder votar los asiáticos y depender del nivel  de renta; con el objetivo de que la minoría blanca, que poseía las ricas  plantaciones de azúcar, mantuviese el control (Kelley 1975, Itulain 2012).
En Hawái, donde se apelaba y se sigue apelando a la seguridad nacional para justificar  mantenerlas bajo su dominio, pese a que son islas que distan miles de kilómetros de EE.UU., 3.850 km a California, se estableció también la Doctrina Monroe:
En el tratado que se estableció en 1875 entre EE.UU. y Hawái, en su artículo IV ya se aplicaba la Doctrina Monroe fuera de territorio americano, indicando que a ningún poder europeo “se le permitiría conseguir la soberanía de las islas, o lograr influencia sobre ellas como para amenazar nuestra seguridad” (Itulain, 2012).
En realidad estaban  defendiendo los intereses de los ricos propietarios de azúcar y piña de la isla, junto con el interés que tenían hacia Asia como mercado, en un primer paso por acercarse al continente.
En EE.UU. hubo oposición contr  esta actitud imperialista hacia Hawái y otros lugares como el Caribe o Filipinas. La Liga Antimperialista declaraba el 17 de octubre de 1899:
Mantenemos que la política conocida como imperialismo es hostil a la libertad y tiende hacia el militarismo, un mal del cual nuestra gloria tiene que estar libre. Lamentamos que se ha convertido en necesario en la tierra de Washington y Lincoln reafirmar que todos los hombres, de cualquier raza o color, tienen derecho a la vida, a la libertad, y a la búsqueda de  la felicidad. Mantenemos que los gobiernos dependen en sus poderes del consentimiento de los gobernados. Insistimos que el sometimiento de cualquier persona es una “agresión criminal” y una clara deslealtad a los principios característicos de nuestro Gobierno (American Foreign Affairs 1865-1920).
Una vez  lanzado el ataque contra las colonias de España en el Caribe, como fue el realizado en Cuba, tomaron posesión de otras colonias españolas, y entre ellas además de Puerto Rico estaban las  del Pacífico: Guam y Filipinas. El problema que tenía el gobierno norteamericano era cómo se puede explicar que una supuesta “guerra de liberación” en Cuba puede acabar con una guerra de ocupación en Filipinas. Para justificar tal contradicción se recurrió otra vez más a la falsificación sobre las verdaderas intenciones, que no eran otras que las de obtener grandes beneficios de tales actos y extender el poder de una clase dirigente que quería realmente un imperio para gobernar.
La “liberación” dada a  los filipinos fue su muerte y perdición. El trato aplicado hacia los habitantes de Filipinas fue extremadamente racista y muy similar a lo que  EE.UU. haría después a varios millones de ciudadanos asiáticos en el siglo XX. El presidente Mckinley, que no quería reconocer una guerra en la invasión que se estaba perpetrando en la islas, valoraba esta acción como un esfuerzo para llevar la civilización cristiana a estos “hermanos pequeños negros”. Él mismo calificó la resistencia filipina como “insurrección” y la invasión y guerra como “misión humanitaria” (Brewer, 2009). Como vemos de nuevo, las justificaciones injustificables no han cambiado demasiado con el tiempo y esto ocurría ya a finales del siglo XIX.
El interés  por Filipinas, que había pertenecido durante tres siglos a los españoles, estaba en que era una puerta de entrada a los mercados de Asia. Y algunos fueron muy claros hablando sobre este objetivo, sin tener tampoco ningún escrúpulo. Era la voz principal del entramado comercial y de la élite política estadounidense. Así el senador imperialista Albert Beveridge  expresaba en el Senado:
Sr. Presidente, estos tiempos requieren franqueza. Los filipinos son nuestros para siempre… y tan sólo más allá de Filipinas están los ilimitados mercados de China. No nos retiremos de ninguno… No renunciaremos a nuestra parte en la misión de nuestra raza, administradora, Dios mediante, de la civilización del mundo… se nos ha acusado de crueldad en el modo en que hemos llevado la guerra. Senadores, ha sido al revés… Senadores, deben recordar que no estamos tratando con americanos o europeos. Estamos tratando con orientales (Beveridge).
Mckinley, sin embargo, de cara a su público, trataba de acomdrlo indicando que la ocupación de Filipinas beneficiaba tanto a los estadounidenses como a los filipinos en el avance hacia la democracia y hacia la prosperidad, además de ser una misión civilizadora cristiana. Pero, dada la resistencia norteamericana interna a la expansión, que significaba en realidad una política imperialista, el gobierno estadounidense comenzó una campaña de propaganda para unir al país y cerrar filas. Se hicieron apelaciones a la unión del Norte con el Sur, a comparar la extensión por el Pacífico con la realizada  en América en base al Destino Manifiesto. Se comparaba también a los filipinos con los “salvajes” de Norteamérica, a los que había que civilizar según la cultura cristiana (Brewer, 2009).
Mckinley vio la importancia de los medios de comunicación, y Cleveland dotó a la Executive Mansion (más tarde llamada Casa Blanca) con un reportero para que informase sobre los asuntos de su gobierno. También disponía de una secretaría para tratar con los medios de comunicación y organizaba encuentros de  forma habitual ya con ellos. El objetivo era transmitir una imagen y mensaje determinado a la nación a través de los medios. Este modo de  actuar si fuese llevado a cabo en un país oriental o del este, ni que decir tiene, se calificaría como: “propaganda del régimen”. La plantilla de trabajadores que tenía el presidente Mckinley para hacer un seguimiento de la opinión pública aumentó de seis a ochenta. Para asegurarse que los periodistas contaban la versión que interesaba al gobierno, este emitía de forma oportuna y regular comunicados de prensa para que tal información se publicase en el momento adecuado y del  modo  indicado (Brewer, 2009). En este aspecto los medios de comunicación han seguido en general manteniendo desde entonces hasta ahora una constante obediencia. Esto en un supuesto, aunque irreal, mundo de libertad y democracia.

PS:
Texto perteneciente al título Justificando la guerra (Mikel Itulain, 2012).

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